I
Después de veinte años
Cuando yo tenía catorce
años,
me hacían trabajar hasta
muy tarde.
Cuando llegaba a casa, me
cogía
la cabeza mi madre entre sus
manos.
Yo era un muchacho que amaba
el sol y la tierra
y los gritos de mis
camaradas en el soto
y las hogueras en la noche
y todas las cosas que dan
salud y amistad
y hacen crecer el corazón.
A las cinco del día, en el
invierno,
mi madre iba hasta el borde
de mi cama
y me llamaba por mi nombre
y acariciaba mi rostro hasta
despertarme.
Yo salía a la calle y aún
no amanecía
y mis ojos parecían
endurecerse con el frío.
Esto no es justo, aunque era
hermoso
ir por las calles y escuchar
mis pasos
y sentir la noche de los que
dormían
y comprenderlos como a un
solo ser,
como si descansaran de la
misma existencia,
todos en el mismo sueño.
Entraba en el trabajo.
La
oficina
olía mal y daba pena.
Luego,
llegaban las mujeres.
Se
ponían
a fregar en silencio.
Veinte años.
He sido
escarnecido y olvidado.
Ya no comprendo la noche
ni el canto de los muchachos
sobre las praderas.
Y, sin embargo, sé
que algo más grande y más
real que yo
hay en mí, va en mis
huesos:
Tierra incansable,
firma
la paz que sabes.
Danos
nuestra existencia a
nosotros
mismos.
Antonio Gamoneda
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